Nuestro país en 1998 declara al 24 de junio como el “Día Nacional de los Pueblos Indígenas de Chile”, en consideración a que entre el 21 y el 24 de dicho mes nuestros pueblos originarios realizan ceremonias de purificación y de renacimiento de un nuevo ciclo natural en el que la tierra, según su cosmovisión, se prepara para renacer de nuevo, luego de un período de lluvias y frío, al calor del sol que permitirá a las semillas volver a germinar y dar origen a nuevos frutos. Las denominaciones para esta celebración varían según la lengua y pueblo en cuestión, así es que se llama We Tripantu (mapudungu), Machaq Mara (aymara), Inti Raymi (quechua), Aringa Ora o Koro (rapa nui) y Likan Antai (atacameño).
Siendo la vida el resultado de la energía de todos sus integrantes, la ceremonia debe ser comunitaria, en el sentido holístico; participan todas las almas -animales, plantas, estrellas, la luna, el sol, incluso las piedras y las montañas, que para la mentalidad occidental son sólo materia inerte- pues se entiende que todo lo creado es parte de un solo gran organismo y que cada uno de sus componentes es esencial para el buen funcionamiento de la totalidad, nadie es más importante que otro; así también no hay un antes o un después lineal, todo está en continua comunicación. En esta cosmovisión, todo lo que se hace tiene un efecto en el resto de la creación, por ello que actos como la mentira, el adulterio o el robo son condenados porque rompen el equilibrio de la comunidad. Los pueblos originarios no establecen la dualidad, sino que la paridad; no hay mal-bien, arriba-abajo, hombre-mujer; la vida no es binaria, sino que diversa, por lo que no existen categorías o encasillamientos.
Por ley, nuestro país en 1993 reconoce la existencia de nueve pueblos indígenas: Aymaras, Quechuas, Atacameños, Collas y Diaguitas en el norte del país. Mapuches, Kawashqar o Alacalufe, y Yámana o yágan en el sur, y Rapa nuí de la Isla de Pascua, en la Polinesia. En parte de su articulado la ley dice que la sociedad tanto como el Estado deben “respetar, proteger y promover el desarrollo de los indígenas, sus culturas, familias y comunidades, adoptando las medidas adecuadas para tales fines y proteger las tierras indígenas, velar por su adecuada explotación, por su equilibrio ecológico y propender a su ampliación”. Y en el 2008, ratificó el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo que le otorga protección y participación en sus derechos. Entre los avances están la creación de Áreas de Desarrollo Indígena (ADI), las becas de estudio y los fondos de desarrollo. Sin embargo, la criminalización de las relaciones en la Araucanía, las dificultades en la ejecución de la encuesta indígena del año pasado, el abandono institucional de la Isla de Pascua, y el desconocimiento de los descendientes Selk’nam no siendo incluidos en la Ley Indígena, demuestran una total incongruencia entre lo que dice el papel de lo que se hace en terreno.
La conmemoración del Día de los Pueblos Originarios nos debe llevar a reflexionar sobre las relaciones que hemos establecido a lo largo de los años con nuestros ancestros. Nos vanagloriamos con las figuras de Caupolicán o Galvarino, la sabiduría de Colo-Colo, el carácter de Fresia, o el liderazgo de Lautaro, sin embargo, los reclamos de una machi o de un lonko en la actualidad la definimos como una acto delictual, incluso terrorista. Admiramos la tecnología andina con sus terrazas de cultivo y canales de regadío, pero negamos su uso en beneficio de sistemas agrícolas altamente erosionantes. José Miguel Carrera reconoció a los mapuches al incluirlos en el primer escudo nacional; Bernardo O’Higgins los llama “chilenos” y la historiografía nacional los destaca con orgullo hasta el momento en que el Estado requiere sus tierras para incorporarlas a la explotación agro-ganadera y entregarla a colonos. A partir de ese momento la figura del indígena será sinónimo de flojera, alcohol, violencia, mal vivir.
¿Queremos empezar este nuevo siglo desconociendo nuestras raíces ancestrales? No se puede avanzar sin sanar las heridas que aún tenemos abiertas; no podemos establecer relaciones sin pedir perdón e identificar nuestros errores. Reconocer al otro implica “volver a conocerlo” y valorarlo en justicia e igualdad. Miremos a nuestros pueblos originarios como Naciones, respetando sus tradiciones, sus lenguas, sus cosmovisiones. Sintámonos orgullosos porque luego de 500 años sus descendientes mantienen vivo el espíritu de aquellos que fueron glorificados en “La Araucana”.
Por Nidia Araya M.
Profesora de Estado en Historia y Geografía. Licenciada en Educación en Historia y Geografía Universidad de Santiago de Chile.
Magíster en Administración y Gestión Educacional Universidad Mayor
(*) Las opiniones vertidas en esta columna no reflejan necesariamente la línea editorial de La Vanguardia Chile