Sebastián Piñera no tiene rumbo alguno en su administración. Así de lapidario es el diagnóstico después de 27 meses desde que asumió el poder por segunda vez y ante un estallido social que, en parte, él mismo y sus colaboradores provocaron y la pésima gestión de la Pandemia del Covid19 con miles de contagiados y muertos.
Un Piñera recargado fue el que asumió el 11 de marzo de 2018. No era aquél mandatario que había intentado por lo menos «ventilar» el pinochetismo y el fanatismo integrista de gran parte de la derecha y se había atrevido a cuestionar a los «cómplices pasivos» de la dictadura militar. No se veía a ese Piñera más liberal que por lo menos tendía puentes con la élite de la Ex Concertación.
Ahora llegaba a gobernar una persona de casi 70 años, con un cambio de relato cada vez más conservador y obsesionado y sin límite alguno a caer en la argumentación falaz en forma descarada. Esta segunda etapa del mandatario se alcanzó luego de una elección en que teniendo todas las ventajas para ganar en la primera vuelta -con un contrincante paupérrimo y distante de la opinión pública- debió derechizar aún más su discurso para obtener el apoyo de la derecha populista y neo fascista que representan Manuel José Ossandón y José Antonio Kast, respectivamente.
Piñera aparecía así desconectado con la realidad del país y mostrando obsesiones con frases que comenzaron a llamar la atención como aquella del «enemigo implacable» o la alusión de la divinidad en gran parte de sus discursos, en una lógica de construir un enemigo interno y distinguir -como lo hacía el dictador Augusto Pinochet- entre chilenos buenos y malos. Un discurso cada vez más lleno de odio y polarizante.
La nueva etapa del mandatario se caracteriza por su frivolidad y la de sus ministros, quienes entraron a la cancha a profundizar aún más la desigualdad y beneficiar los privilegios de la élite con insultos inaceptables para la opinión pública. Así no es sorprendente el denominado «Estallido Social» de octubre de 2019, que la derecha ha intentado explicar a partir de supuestas teorías conspirativas del chavismo venezolano o del régimen cubano, y que denota su distancia de la realidad.
A fines de diciembre de 2019 se vio al presidente en su estado actual, deteriorado, con mensajes confusos y contradictorios y cada vez más desconectado de la realidad. En vez de conducir al país hacia una nueva etapa Piñera sólo ha incitado la confrontación y se ha transformado en un provocador de la opinión pública.
El manejo de la Pandemia ha sido un total fracaso. El uso de la información como propaganda para fines personales ha llegado a niveles jamás vistos en nuestra democracia, con una clase política y medios de comunicación permisivos que le han hecho flaco favor a la democracia. Basta ver la patética imagen de Piñera, su ex ministro de salud Jaime Mañalich y el ministro de defensa Alberto Espina arriba de una fragata de la Armada en una especie de fuerza de élite militarizada al más puro estilo de una producción de Hollywood en aquellos tiempos en que mentían a la opinión pública haciendo creer que la Pandemia estaba controlada o la provocación de su fotografía en Plaza Baquedano en plena cuarentena. Podríamos seguir describiendo tantas frivolidades del mandatario que este recuento sería interminable.
Lo del funeral del domingo es la guinda de la torta de toda esta acumulación de errores y abusos de parte del presidente de la república, a lo que se añade la imagen que ha circulado profusamente en redes sociales en que se ve a Sebastián Piñera, sentado al lado de su esposa en el funeral de su tío Bernardino Piñera, con movimientos y brincos no forzados y su brazo rígido lo que lleva a dudar de su estado de salud física y mental.
Todos los chilenos tenemos el derecho a indagar y saber si el presidente Sebastián Piñera se encuentra afectado o no de alguna enfermedad y cuál es el tratamiento que se le administra. También saber si esa enfermedad tiene incidencia en su errático comportamiento y cambios abruptos de discurso.
Un país no es un holding empresarial que puede terminar en una liquidación de sus activos porque el dueño no deja el timón. Son millones de personas que requieren un liderazgo que esté en condiciones mínimas de ejercer el poder más aún cuando los colaboradores no tienen la capacidad mínima de cuestionar los errores y desviaciones de ese poder.