Tanto el resultado del plebiscito de este 25 de octubre como las numerosas encuestas realizadas con anterioridad evidencian la poca sintonía que existe entre la ciudadanía y la clase política nacional, situación que hace mucho se escucha en las calles.
La duda sobre la utilidad de su función, el alto costo de su mantenimiento con sueldos y granjerías desproporcionados, su inoperancia legislativa y, por supuesto, sus formas de vida totalmente distanciadas territorial y socialmente de sus electores avalan lo que describen los datos. De hecho, se habla de una “clase política” haciendo alusión a la endogamia de sus integrantes, ya que los apellidos y las relaciones de parentesco que existen tanto en los puestos gubernativos como en los parlamentarios y funcionarios públicos de alto rango saltan a la vista. Por esto es que las generaciones más jóvenes no participan en los procesos electorales y como consecuencia se dice que la juventud no está comprometida ni interesada en la política, sin embargo, el problema es otro, y eso también quedó en evidencia con la alta convocatoria que obtuvo el plebiscito reciente y la opción por la creación de una Convención Constitucional; el tema es que no existe confiabilidad en los que se supone son nuestros representantes. Ahora bien, ¿esta es una situación coyuntural o es parte de la nueva forma de gobernabilidad que viene de la mano de la Globalización? En realidad, esta aparente apatía es el resultado de un sistema, establecido en la Constitución de 1980, que nos convenció de la idea de que la Política es mala per se y de que los políticos son “parias” de la sociedad.
En el Artículo 4º de la actual Constitución se indica que “Chile es una república democrática”, es decir, que todo lo que ocurre en relación con nuestro país es de interés de su población y que podemos participar del gobierno y sus determinaciones a través de plebiscitos y elecciones periódicas (artículo 5º). Esto quiere decir, en términos generales, que no tenemos la posibilidad de opinar o de solicitar la legislación sobre cualquier tema, ya que es la autoridad competente quien tiene la potestad sobre esos ellos. El ejercicio de nuestra civilidad está limitado a la elección de autoridades entre los candidatos establecidos por los Partidos Políticos o sobre problemáticas que el Presidente de la República quiera consultar. ¿Dónde queda nuestro derecho a participar? Solo en dibujar una línea en un espacio determinado y que esté bien hecha, de lo contario nuestra preferencia perderá validez. Entonces queda claro que el término “Democrático” por sí mismo no es garante de participación, de hecho, hay muchas dictaduras y gobiernos autoritarios en la actualidad que se definen como países democráticos y en la práctica no cumplen los estándares correspondientes, o al menos eso pareciera.
En las Constituciones de 1828 y 1925 se indicó que nuestra República era representativa, sin embargo, la carta de 1980 omitió esta condición por expresa petición del constituyente Jaime Guzmán E. según consta en el acta de la sesión 402 del 14 de julio de 1978. Luego de cinco años de discusión sobre la definición de nuestra República el citado constituyente señala que, coincidiendo con la opinión de uno de sus pares, prefiere que a la expresión “República democrática representativa”, como estaba acordado hasta ese momento, se suprimiera el último término, pues a su entender, el Presidente o la autoridad elegida no era un “representante” (mandatario) del poder de los electores (mandantes), sino que su gobernante, y como tal decide en pleno uso de sus facultades lo que considere mejor para el bien común. Es decir, el Pueblo que lo eligió le debe total obediencia. Además, hizo hincapié señalando que de mantenerse este término se ponía en duda la legitimidad de los senadores designados (institución derogada en las reformas de 2005). En palabras simples, la Constitución de 1980, que sí fue escrita a partir de una hoja en blanco y definida por sus autores y gobierno de la época como refundacional de la nación chilena, estableció que efectivamente estamos sometidos al poder de las autoridades mientras estén en el ejercicio de su cargo.
Ya en la antigua Grecia se practicaban evaluaciones sobre el comportamiento y eficiencia de sus representantes políticos, lo mismo estaba contemplado en el sistema colonial español en los llamados “Juicios de Residencia”, y así podemos indicar otros ejemplos. Así, lo planteado por el exsenador Jaime Guzmán en su momento rompía no solo con una tradición nacional, sino también universal, pues la “representatividad” lleva de la mano la idea de que las autoridades se deben a sus electores por lo que han de ser sometidos al escrutinio público. Hasta el momento es la mejor herramienta para evitar el surgimiento de repúblicas oligárquicas, las que se caracterizan por administrar la sociedad a su conveniencia, defraudando, así el sistema democrático. La Dictadura creó el imaginario de la inutilidad de la actividad política y se aseguró de que quedara bien asentado en la cultura, denigrando a sus representantes y sus organizaciones a través del discurso explícito, la limitación indicada en la Constitución y la seducción con el sistema económico. La causa de la crisis por la que atraviesa nuestro país en la actualidad deriva de la voluntad de un grupo de personas que se adjudicaron el poder soberano y lo impusieron violentamente a generaciones de connacionales.
Sin embargo, estamos en el momento exacto para demostrar que se acabó la impunidad de aquellos involucrados en pagos irregulares, comportamientos inmorales, ineficiencia legislativa, asociaciones ilícitas o de dudosa legalidad y de aquellos que incitan la violencia, los indolentes, los soberbios, entre otros.
De aquí es que se hace necesario que la nueva Constitución señale expresamente que “Chile es una República Democrática Representativa” y se establezcan procesos de evaluación de la gestión y conducta de las autoridades, como son los Plebiscitos Revocatorios, de los cuales dependa la continuidad o el cese de las funciones del cuestionado. Ahora bien, como la función pública es un tema de confianza, quien sea sancionado debiera perder la posibilidad de ejercer un cargo similar por, al menos, un período equivalente a la magistratura de mayor duración, algo así como ocho años, e indemnizar en proporción al daño ocasionado; y en el caso de reincidir, quedar vetado por siempre. Lo mismo con quienes se asocien para defraudar al Estado de modo directo o indirecto.
Todos aquellos que integren la Convención Constituyente serán la primera generación de políticos del nuevo Chile, y servirán de modelo para la nueva institucionalidad, por lo que debemos elegir a quienes representen los valores de la “gente de a pie”, no de los tecnócratas ni a algún grupo socioeconómico en especial; gente con una profunda vocación de servicio para crear una nueva convivencia nacional, y que posean una conducta intachable. Y a partir de esta misma Convención se debe implementar un mecanismo de control de sus integrantes, para empezar a acostumbrarnos a la idea de la “Representatividad Política” en todo el sentido del concepto. De aquí en adelante los parámetro aplicados a quienes ejerzan cargos de representación popular y altas funciones públicas deben ser de un elevado estándar pues ellos son los modelos de comportamiento de la sociedad. ¿Cuántos se interesan en ser parte de esta nueva Generación?
Por Nidia Araya M.
Profesora de Estado en Historia y Geografía. Licenciada en Educación en Historia y Geografía Universidad de Santiago de Chile.
Magíster en Administración y Gestión Educacional Universidad Mayor
(*) Las opiniones vertidas en esta columna no reflejan necesariamente la línea editorial de «La Vanguardia Chile»